“So yes, the instruments of war do have a role to play in preserving the peace. And yet this truth must coexist with another — that no matter how justified, war promises human tragedy. The soldier’s courage and sacrifice is full of glory, expressing devotion to country, to cause, to comrades in arms. But war itself is never glorious, and we must never trumpet it as such.”
–Barack Obama, Discurso de aceptación del Premio Nobel de la Paz, 2009
Siempre es fácil pensar en extremos; pocas veces conviene hacerlo. A inicios de nuestro siglo esta tentación ha apresado al discurso público y encontrado cauce en la aceptación generalizada y sin matices del pacifismo, la búsqueda de la paz a ultranza: el absolutismo de la paz. Su exaltación en el discurso político pretende convencer a la población de que la guerra es un enemigo que se vence solo con la buena voluntad, el aguante y la extirpación de los líderes ambiciosos de las altas esferas del poder. Sus representantes se cuelgan medallas de sensatez y hacen relucir su superioridad moral en cada ocasión que se les presenta. Reflejo de su influencia es que el 15 de febrero de 2003, la mayor marcha italiana contra la guerra de Irak pusiera al frente de la multitud una pancarta que rezaba “No alla guerra senza se e senza ma”, no a la guerra, sin peros ni quizás[1]. Peligrosa postura. La paz es bien entre bienes, pero no se mantiene con buenos deseos y frases dóciles a la memoria. La paz es la consecuencia de un orden que ha de defenderse. Un orden que reconoce que la maldad existe y arremete y que, en consecuencia, no se negocia con ella ni se le apacigua, sino que se le abate desde sus raíces.
Las memorias de Winston S. Churchill nos ofrecen un antídoto frente a esta riesgosa posición[2]. El primer ministro inglés nos comparte una visión panorámica de la Segunda Guerra Mundial –el episodio histórico que ha de guiar las actuales y venideras instituciones políticas, si queremos que prevalezca el orden occidental– y nos ofrece una lección dolorosa: es inevitable utilizar la fuerza militar para contener la expansión de la violencia. Lo acontecido en la gran guerra global del siglo XX es la prueba incontestable de cómo el aletargamiento y la cobardía de los líderes son actitudes tanto o más perniciosas que la agresión directa. La barbarie, nos instruye, es impulsada tanto por el atacante cruel como por los pacifistas que meten su cabeza debajo de la tierra. Mediante seis volúmenes, Churchill nos quiere convencer de que la guerra no hubiera escalado a sus conocidas proporciones si tan solo los políticos de su época no se hubieran enredado entre anhelos de paz, la dilación de la violencia mediante paliativos (la Liga de las Naciones, la caricaturización del enemigo) y el resentimiento exacerbado (las demandas de Francia en el Tratado de Versalles). Actitudes perniciosas tanto entre personas como entre países, su mezcla preludia la catástrofe. Y es que hay ocasiones críticas donde la única salida es responder al fuego con fuego y contrarrestar la maldad mediante un arte desconocido y vilipendiado por la mayoría de nuestros contemporáneos: la estrategia militar.

El campo de batalla francés de 1940 nos ofrece un retrato insuperable. Hasta esa fecha, la Francia libre ha mirado con preocupación la expansión militar de Alemania y se ha resguardado detrás de la Línea Maginot, hasta entonces la mejor defensa militar construida en el mundo moderno. Sabemos que sus quince kilómetros y 108 fuertes no impedirán que los vehículos de guerra (Panzer) y bombarderos nazis acaben con las fuerzas francesas. Churchill nos detalla cómo sucede. En el instante previo a la invasión, Hitler había logrado coordinar 126 divisiones que incluían a tres mil Panzer. Aquella oscura madrugada del 10 de mayo, ordena un ataque tempestuoso contra los campos aéreos y centros de comunicación y de mando de Sedán, flanco débil de la Línea, para acotar la capacidad de respuesta del ejército francés. En pocas horas arden en llamas más de 150 millas de territorio franco. Es fácil escribirlo y difícil imaginarlo: miles de soldados alemanes armados toman posesión de un territorio soberano. Es la estrategia de “divide y vencerás” (Defeat in detail), que se ha usado antes en las guerras napoleónicas, la campaña del Valle de Shenandoah durante la Guerra Civil Estadounidense (1862), las Guerras de los Balcanes (1912-1913) y la Batalla de Tannemberg (1914). La táctica consiste en engañar al enemigo mediante la apertura simultánea de diversos frentes de batalla, obligándolo a dividir sus fuerzas para después concentrar velozmente una amplia porción del ejército en uno solo de éstos. Minucias de un capricho, dirían los pacifistas.
Durante la Segunda Guerra Mundial los alemanes profundizan un estilo de guerra que vienen fraguando desde las campañas de Federico II El grande (1756 a 1763), Helmuth von Moltke El viejo (1864-1870) y la Primera Guerra Mundial. Estas tácticas pruso-germánicas incluyen la falange oblicua –en la que el ejército atacante concentra sus fuerzas en uno solo de los flancos del enemigo y usa las demás para inmovilizar la línea de ataque–, las batallas decisivas y veloces, la incursión sorpresiva, la maniobrabilidad en las operaciones tácticas y el mantenimiento de posiciones agresivas, incluso en la defensa, y los nazis las ajustan para hacerlas más efectivas. Sumémosle a ello las nuevas tecnologías –Panzer, aviones y radio– y tienes una verdadera tormenta de fuego. ¿Por qué pensar que estos escenarios nos son lejanos y han sido enclaustrados en los anales de la historia? ¿Es que tenemos la llave de la jaula del cancerbero? De aquí la gran sorpresa de Winston Churchill cuando ese mismo 16 de mayo, en expedita reunión en París, escucha del general francés Maurice Gamelin una trágica palabra: “Aucune”. Este bisílabo retrata de cuerpo completo tanto la ingenuidad pacifista como la ineptitud militar. Después de que los alemanes habían tomado el norte y sur de Sedán, dispersado a las divisiones francesas en las Ardenas y creado nuevos flancos de batalla reforzados por sus tanques, la pregunta evidente la hace el primer ministro inglés: “¿Dónde está la reserva estratégica?”. Aucune, no tenemos, le contesta Gamelin. Para junio de aquel año Francia había sido conquistada.
Hacer la guerra es quizá una de las actividades humanas más complejas que existen, aun cuando se nos invite constantemente a concebirla como mera estupidez colectiva. Implica coordinar a miles de especialistas de cara al enemigo, mantener los ánimos cuando hay bajas, generar la maquinaria de guerra velozmente y motivar grandes sacrificios en los combatientes.
Hacer la guerra es quizá una de las actividades humanas más complejas que existen, aun cuando se nos invite constantemente a concebirla como mera estupidez colectiva. Implica coordinar a miles de especialistas de cara al enemigo, mantener los ánimos cuando hay bajas, generar la maquinaria de guerra velozmente y motivar grandes sacrificios en los combatientes. Mucho de ello se resuelve mediante la técnica y el sentido del deber, que en su faceta sana lleva al olvido de uno mismo para resguardar el bien común y en su faceta corrompida, actitud aguijoneada por la ideología, lleva a la deshumanización. La necesidad y la urgencia contribuyen a su realización. Los líderes han de ser los creadores de una estrategia de delicados vuelos y graves consecuencias. En cualquier momento pueden develarse la ineptitud de los elegidos, la fragilidad de los planes y los estragos de la crueldad desbocada. La guerra es siempre difícil y ha de evitarse con todas las fuerzas, pero existen condiciones que la justifican: que el daño causado por el agresor sea duradero, grave y cierto; que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces; que haya condiciones serias de éxito; que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar[3]. Se trata de una amenaza difícil de identificar, pero no por ello menos crítica. Los pacifistas absolutos han de desechar sin más estas condiciones, sin reconocer que al hacerlo le dan paso a la tiranía, explícita o encubierta, que siempre está al acecho.
Espero que no se me malinterprete. Repudio la guerra. Sostengo que es imperioso que cuidemos las frágiles instituciones que la humanidad ha tardado siglos en construir. Conservar lo valioso, mantener la convivencia armónica (o, por lo menos, respetuosa) es una de las conductas que se esperan de cualquier ciudadano que ve más allá de sí mismo. Es claro que hay algo fallido en los órdenes sociales que se mantienen a través de la violencia, la fuerza y el miedo –especialmente en aquellos alimentados por la guerra y la ofensa, esa libido dominandi que vio San Agustín en la antigua Roma: un deseo irrefrenable de dominar las conductas ajenas. Esta es la marca de nacimiento de la política totalitaria. La tradición cristiana nos muestra cómo contenerla: es preferible sufrir injusticias que perpetuarlas mediante más violencia (amar al enemigo, poner la otra mejilla, sanar a quien nos busca aprehender, por ejemplo). Pero nada de esto es una invitación a la ingenuidad o la cobardía, ni se asemeja al pacifismo a ultranza contemporáneo que, más que querer detener la guerra, se conforma con sostener vanas esperanzas sin sopesar las complejidades y tensiones en el orden global vigente. Querer detener la violencia sin entender su inevitabilidad es tan inefectivo como buscar contener una inundación haciéndole muecas a los torrentes que se aproximan. Para que lo bueno subsista –me refiero a los valores que constituyen un orden social armónico: el perdón y la sacralidad de la persona– la sociedad debe de defenderlo. La defensa implica tener claro lo que es importante y disponerse a combatir por ello cuando es amenazado.
Churchill estuvo a la altura del momento histórico aquel 10 de mayo de 1940, día en que Hitler avanzó a Francia, Bélgica y Holanda, y especialmente durante los meses que siguieron. La guerra total comenzaba. Pero no hay que perder de vista que el primer ministro británico era también, como sus enemigos, uno de esos personajes que encontraban excitación en las trincheras y la batalla. En su visión la guerra era el único medio para desahogar todas las potencias personales y colectivas, ya fuera mediante la manifestación del poderío armamentístico o mediante la exaltación del orden británico. También respondía a una definida filosofía de la historia, que le permitía salir de la estricta coyuntura parlamentaria e identificar las grandes olas ideológicas del momento; solo el liderazgo europeo y especialmente el inglés, pensaba Churchill (y quizá tenía razón), podría detener al nazismo, fascismo y comunismo. Sin una visión de estado de largo aliento, afianzada en valores fijos, quien guerrea termina por hacerse indistinguible de sus enemigos. Y es que “la guerra no tiene una única naturaleza perfectamente distinguible, inamovible. Es, en cambio, impredecible y enérgica. Pero también responde a una dinámica de grupo”[4]. De aquí que no haya guerras sin intereses, ni héroes cuyo bronce no necesite ser bruñido. Vivir el combate va en detrimento de los implicados, pero hay que distinguir entre sí las batallas, sus formas y consecuencias. Estos necesarios matices han de partir de una misma noción: la fuerza destructiva del hombre, el tánatos que debe ser contenido. Occidente se caracteriza por reconocer esta pulsión en la naturaleza humana y por buscar limitarla.

Junto a la cultura y las condiciones materiales, en la base del orden social están las leyes. Y para manifestarse, éstas necesitan, tarde o temprano, en menor o mayor medida, cierta coerción: una fuerza superior que pueda castigar al infractor mediante un rito socialmente aceptado –venganzas de salón, guerras floridas, juicios sumarios, tribunales de justicia, etc. De lo contrario se vuelven letra muerta, impulso vano, palabrería hueca de la clase dominante. Su subsistencia, en cambio, depende de la justicia de dichas normas: de su adhesión al orden natural y, en última instancia, al orden sagrado. En la legítima defensa, lo he enfatizado, debe de probarse todo: ritos que le abran la puerta a la conciliación, al arbitraje y al acuerdo, pero también la firme convicción de defender una cultura y un territorio determinados, siempre frágiles y vulnerables. Pero no hasta sus últimas consecuencias, ni tardíamente: hasta donde es justo. No uso la palabra justicia como una quimera, sino como una necesidad inamovible en las relaciones humanas. Si las sociedades no la persiguen abiertamente, con conciencia de causa, es imposible salir de la guerra, esto es, transformar el espíritu de combate en formas “creativas y constructivas”[5] de gobierno.
En todo caso, nuestras guerras occidentales han ido asentándose en tres elementos: el enfrentamiento cara a cara, la guerra justa y el desarrollo tecnológico de las cosas[6]. Lo primero implica una ética del honor personal, lo segundo que las batallas van asociadas a determinada justificación ideológica e intelectual y lo tercero que la técnica se ha expandido sin restricciones, llegando al grado de hacer viable la aniquilación de la humanidad: la anulación de la historia. Con ello se termina, también, la lógica de Carl von Clausewitz de la guerra como la continuación de la política por otros medios. La primacía de la techné ha acabado con el enfrentamiento cara a cara y ha radicalizado las ideologías. No tendré ocasión de desarrollarlo en este escrito, pero baste decir que esto enfatiza nuestra necesidad de restricciones intelectuales y simbólicas. De ritos que frenen la posibilidad de la autodestrucción absoluta. Pero también de guerreros que protejan la civilización de los ideólogos.
Tomemos en cuenta, además, que el carácter de la guerra aquí descrito y expresado con singular esmero por Winston Churchill responde a una realidad histórica bien concreta. En su interpretación de los discursos del político decimonónico Donoso Cortés, el pensador alemán Carl Schmitt deja claro que estas guerras no son sino un síntoma más de la decadencia europea, manifiesta en todo su escozor desde las Revoluciones de 1848, que acabaron con el Antiguo Régimen. Desde entonces, nos dice Schmitt, tres movimientos han caracterizado al mundo: la anulación de la política exterior y su concentración en Rusia y Estados Unidos; la mecanización de la vida, la profundización del aparato burocrático y el orden estatal; y un paralelismo con el cesarismo, que también puede describirse como el ensalzamiento de la “humanidad” como medio para justificar la barbarie. Donoso iría más allá y diría que el problema es el desplazamiento del Cristianismo. Sin éste, no hay símbolos genuinos ni restricciones intelectuales que valgan: no hay personas. Así, la estrategia militar en el siglo XX se cimienta en la distinción entre lo humano e inhumano –es la manifestación de esos tres movimientos emanados de 1848–, y esto explica las atrocidades en las dos grandes guerras mundiales: la técnica al servicio de ideales “supremos” que desembocan en el exterminio y engendran divisiones cada vez más profundas, en nombre de la humanidad.
¿Qué ha cambiado? Tanto y tan poco. Hay algo que no huele bien en la configuración actual de las sociedades occidentales. Sabemos que la guerra es atroz, pero omitimos reconocer que es inevitable para preservar ciertos órdenes y que se seguirá usando como instrumento. Entendemos que el campo de batalla es susceptible a la barbarie, pero nos cuesta ver que, sin orden militar y estrategias en campo, nuestras prendadas instituciones quedan en un frágil equilibrio. Hoy nadamos en una mezcla de ingenuidad e idealismo, de tensiones militares globales, de un cierto puritanismo “progresivo” y de la desacralización del mundo. Por ello recurro a Winston Churchill: para ver qué lecciones me deja.
[1] Della Porta, Donatella, et al. “‘No to the War with No Ifs or Buts’: Protests against the War in Iraq” en Italian Politics, vol. 19, 2003, p. 200. Enlace fijo de JSTOR: http://www.jstor.org/stable/43039776.
[2] Churchill, Winston S., Memoirs of the Second World War, Mariner Books, 1959.
[3] Catecismo de la Iglesia Católica, numeral 2309, disponible en este enlace.
[4] Keegan, John, A history of warfare, Vintage Books, 1993, p. 386.
[5] Ibid. p. 387.
[6] Ibid. pp. 389-390.