No es suficiente decir que deseamos ver. Deseo y ver son idénticos. Es el sueño.
Pascal Quignard, El sexo y el espanto
Tras años de estudiar y analizar imágenes y obras literarias en las que el protagonista es el cuerpo humano en su dimensión sexual, llegué a la conclusión de que es injusto establecer clasificaciones cuyo marco de referencia sea de índole moral. La dicotomía reduccionista pornografía/erotismo se resquebraja ante la imaginación, el ingenio, la creatividad y la curiosidad de autores que trasgreden el decoro para responder a la demanda del público. La pregunta sobre los límites de la representación sexual no debe detenerse en el contenido moral de las imágenes o de las palabras, sino indagar sobre la función que desempeñaban en su contexto original. ¿Hasta dónde se remontan las representaciones del placer en la historia de la humanidad? ¿Cuál es la relación entre erotismo y deseo? ¿Qué lógica subyace a la apropiación de imágenes eróticas a lo largo de los siglos?
Hace algunos años, Editorial Siruela publicó un clásico del coleccionismo erotómano: Los Modi y los sonetos lujuriosos, un compendio de dieciséis dibujos hechos por Giulio Romano, grabados por Marcantonio Raimondi, que sirvieron como ilustración de los sonetos picarescos y “subidos de tono” de Pietro Aretino. I Modi, una joya de la cultura erótica del Renacimiento italiano –y europeo-, fueron originalmente publicados hacia 1524, en Venecia, y censurados por orden papal casi inmediatamente. Sin embargo, fueron rescatados en el siglo XIX por Jean Fréderic Maximilien, el excéntrico Conde de Waldeck, que realizó varias copias del único ejemplar que ha sobrevivido desde el siglo XVI.

Más allá de la curiosidad que pueda despertar este pequeño tesoro de la edición moderna, los Modi son un documento que contiene siglos de historia de la sexualidad humana. Los dieciséis dibujos que componen el pequeño libro se remontan a los manuales eróticos que, desde la cultura helenística (Astyanassa, Ἀστυάνασσα, fue, posiblemente, la autora del primer texto pedagógico sobre el coito), pasando por el Ars Amatoria de Ovidio, se hicieron famosos por establecer el canon de la representación gráfica del placer y del cuerpo como su indiscutible vehículo. En otras palabras, el legado erótico de la antigüedad clásica nos llega a través de este curioso ejemplar que, paradójicamente, ha sido muy poco explorado por el público.
Luego de I Modi, artistas famosos como Fragonard produjeron obras llenas de erotismo para clientes que, sin duda, tuvieron la última palabra como agentes del sistema comercial del arte. Sin embargo, yo prefiero hablar de aquellas imágenes que no son fáciles de ver: las escurridizas, aquellas que nos hacen sentir como un voyeur. Porque no hay nada como hurgar al interior de un libro y encontrarse con los dibujos que ilustran escenas del licencioso ocio cortesano. Las ediciones pícaras fueron un hitazo en la Francia del XVIII y tuvieron tal éxito que se importaron a España y sus territorios de ultramar hasta bien entrado el siglo XIX. ¿En qué ámbito se producen estas imágenes? En el del gusto de la nueva burguesía europea; en el contexto de las famosamente libertinas fiestas que ofrecía Mozart en su casa de Viena; en las escandalosas juergas de Versalles y todo aquello que pareciera lleno de carnosidades, muy a la Rubens… pero con chantilly.
Sin embargo, dos elementos que tienen más relación con la tecnología que con el sexo fueron decisivos para la consolidación de la oferta y la demanda de imágenes eróticas: la imprenta y la fotografía.
Con la publicación de I Modi en 1524, a menos de un siglo de la invención de la imprenta en Occidente, y su reedición en el siglo XIX, se entrelazan dos épocas y dos mentalidades con un interés común: la cultura clásica, su enfoque en la sexualidad y el frenesí decimonónico. Hay toda una tradición en torno al deseo humano a partir de los valores clásicos, desde los frescos eróticos en Pompeya, hasta las fotografías de Pierre Louÿs, que abre su novela Afrodita (1895) con una cita de Richard Wagner: “Las mismas ruinas del mundo griego nos enseñan cómo nuestra vida moderna podría volverse soportable”.

La introducción de la fotografía en la vida cotidiana y su accesibilidad económica supusieron un vuelco en las formas de consumo, en el gusto y en la transmisión de conocimiento, información y placer. ¿Por qué placer? Porque ya se podían enviar desnudos (los famosos nudes, que repuntaron su popularidad gracias a la pandemia) rápida y fidedignamente. De pronto, el comercio de postales impresas con fotografías o con dibujos eróticos se popularizó a gran escala, de tal forma que se pueden encontrar todavía en los mercados de pulgas, en colecciones privadas y en acervos públicos.
El orientalismo, como estética heredada del imperialismo europeo en África y Asia, fue la estética elegida por los fotógrafos que incendiaban la imaginación mostrando cuerpos desnudos, presentes pero lejanos, visibles pero inaprehensibles. Y es que esa es, precisamente, la lógica del deseo: el objeto debe permanecer inalcanzable; de otra forma, la tensión se rompe y el deseo se desvanece. Las postales y la literatura licenciosa recorrieron todo el mundo y con esto quiero decir que TODO EL MUNDO consumía sexo de alguna u otra forma. Sin embargo, mientras que el deseo es aquello que mantiene la tensión entre el sujeto deseante y el objeto deseado, la apropiación del cuerpo a través de su imagen impresa en un producto comercial de alta circulación convierte este fenómeno en una paradoja: el dinero me permite cortar la fuerza del deseo y adquirir un objeto como quimera del sujeto, pero no al sujeto mismo. Esto es lo que define a nuestra especie: la capacidad de sentir placer y reproducirlo cuando, donde y como nos dé la gana. Negar la estética del deseo como parte intrínseca de nuestra ontología es negar nuestra propia humanidad. ¿Somos capaces, hoy en día, de asumir esa responsabilidad? ¿Nos atreveremos a romper la dicotomía erotismo/pornografía para asumir que el deseo puede hacer de nuestro mundo un lugar menos insoportable? ¿Hasta qué punto somos conscientes de que cedemos ante la seducción de cualquier oferta comercial, pero censuramos todo aquello que apunta a nuestra propia pulsión sexual?