Celacanto: Del lat. cient. Coelacanthus, y este del gr. κοῖλος koîlos 'hueco' y ἄκανθα ákantha 'espina'. 1. m. Pez marino de aproximadamente 1,5 m. de largo y 60 kg. de peso, color negro azulado, escamas grandes, aletas lobuladas de base carnosa y la caudal dividida en tres partes, considerado un fósil viviente, ya que sus parientes más cercanos se extinguieron hace 60 millones de años.
El conservadurismo de sir Roger Scruton es un escándalo: propone criterios para distinguir entre arte y provocación gratuita, se atreve a criticar al mâitre-à-penser de la nueva izquierda, Michel Foucault, y, por si fuera poco, reivindica el hechizo rúnico de las óperas wagnerianas. Confesar haber leído al personaje en cuestión despierta la misma indignación que hoy en día provoca comer una bistecca alla fiorentina dejando un rastro de sangre en el plato o acudir a una corrida de toros sin acto de contrición. Y es que, aunque atacar al conservadurismo no vista tanto como fustigar a los “neoliberales”, igual garantiza los aplausos. A los conservadores se les imagina como un cónclave de ensotanados, un cenáculo de dandis con sombreros de copa, una tertulia de hombres blancos fumando pipa en sillones chesterfield bajo el retrato de Sir Winston Churchill o una cofradía de solteronas franquistas en ferviente peregrinación a El Escorial. Para la aclamada sección “Sagen Sie jetzt nichts. Das Interview ohne Worte” (“No diga nada. La entrevista sin palabras”) de la revista Süddeutsche Zeitung Magazin, el candidato a canciller del SPD (Partido Socialdemócrata de Alemania), Olaf Scholz, en plena campaña electoral, parodió a un “conservador” con los brazos pegados al torso, exagerando la rigidez corporal, casi en pose militar. En México, el presidente Andrés Manuel López Obrador lleva varios años denostando a los “conservadores” como enemigos al cambio y advirtiendo que pueden ser feministas, empresarios, partidos de oposición, “políticos corruptos” o los padres de los niños con cáncer… todo y nada. Entre los inquisidores hay todo tipo de matices: unos gritan más que otros, unos están en el gobierno, otros en la oposición, unos más en las universidades y otros más en los medios de comunicación; pero todos utilizan la misma semántica para denostar al “conservador”, mientras ostentan orgullosos la convicción de que, además de tolerantes, son los más aptos para habérselas con el futuro; lo desconcertante –a veces divertido, a veces penoso– es la irremediable ingenuidad del “progreso” bordado en la oriflama que, como los jacobinos y bolcheviques en su día, agitan con fervor.

Es un mundo raro. Los “conservadores” se avergüenzan de la etiqueta y, aunque se les noten las costuras, tienen que salir a las urnas disfrazados de conformismo progresista. El candidato de la CDU (Unión Demócrata Cristiana de Alemania), Armin Laschet, por ejemplo, promueve en un spot un conservadurismo que, bajo el lema “ Ich weiß, was Veränderung bedeutet” (“Sé lo que significa el cambio”), incluye innovación tecnológica simbolizada en el distrito financiero en Fráncfort y cables conectados a un ordenador o tolerancia multicultural con una mujer con hiyab y la bandera del orgullo LGBT. Para los escépticos también está el conservadurismo de Marko Cortés, el inefable líder del PAN (Partido Acción Nacional), quien hace unos años, en su toma de protesta de la dirigencia del partido exclamaba: “Debemos hablar nuevamente de nuestros temas, del desarrollo humano sustentable, ese esfuerzo colectivo por el aumento de las capacidades y la libertad de todas las personas sin comprometer el potencial de las generaciones futuras”. Yo tampoco entiendo: no me pregunten. Imagínense a este hombre en 1789, defendiendo al Antiguo Régimen codo a codo con Edmund Burke.
Se dirá que son chistoretes, ocurrencias, maneras de hablar inofensivas: pero cuando el “conservadurismo” se toma por “ultraderecha”, “reacción” o “fascismo” lo que se alcanza a leer es que no hay posibilidad de ser “conservador” sin volverse una enfermedad que debe ser curada, un estorbo en el camino hacia la felicidad o una presencia errónea en el mundo. Significa que un conglomerado de ideas debería tomarse como expresión del sentido común y volverse programa de gobierno –desarme nuclear, multiculturalismo, cuotas de género, veganismo– para asegurar el paraíso terrenal. No hay que darle muchas vueltas, lo que sigue es la tiranía para asegurar que la realidad se comporte como se debe: inclusiva, progresista, pero tiranía al fin.
Acaso por eso resulta tan refrescante leer a Sir Roger Scruton. Tomar del librero, por ejemplo, su ensayo titulado El anillo del nibelungo y agradecer que alguien tomara nota de cómo Wagner intentó transmitir la atmósfera del Rin en un arpegio ascendente o la forja de la espada de Sigfrido en el más puro arpegio de la tríada mayor. Contra la necedad de Theodor W. Adorno, empeñado en caracterizar a Wagner como un peligroso y tosco megalodón, Scruton argumentó que el Anillo proporcionaba al individuo moderno “una visión en la cual el arte ocupa el lugar de la religión en la expresión y la realización de nuestros anhelos espirituales más profundos”. Respiro hondo. Alzo la vista. El mundo se ha transformado.
No hay que darle muchas vueltas, lo que sigue es la tiranía para asegurar que la realidad se comporte como se debe: inclusiva, progresista, pero tiranía al fin.
Scruton reivindica lo bello, lo bueno y lo verdadero. Eso sí, nunca se rebajó a proponer una simple “definición de la belleza”: hay que irla develando, sin prisa, lenta e intensamente, en el cuarteto de Leoš Janáček en honor a Kamila Stösslová o en el paisaje veneciano con Santa Maria della Salute, la Ca’ d’Oro o el Palacio Ducal; regocijado ante El nacimiento de Venus o extasiado con el aria de Susana en Las bodas de Fígaro y oponiendo el manto azul de una Virgen de Bellini a los Ganeshas de producción industrial. El placer desinteresado por la belleza, dice Scruton, está tanto en la percepción del cielo nublado sobre un páramo salvaje, apenas cortado por el trino del zarapito, como en la contemplación del ser amado: “La persona amada mira a su amante como Beatriz miraba a Dante, desde un punto situado más allá del flujo de lo temporal. El objeto amado exige que lo apreciemos, que nos acerquemos a él con una reverencia casi ritual. Y sus ojos, extremidades y palabras irradian una especie de plenitud de espíritu que lo hace todo nuevo”. No hay vuelta que darle. Scruton era un fósil viviente. Lo que no significa que encarnara la caricatura que Olaf Scholz escenificaba. Al supuesto inmovilismo propuso el activismo anticomunista en Europa del Este, la defensa activa de la arquitectura, la caza como herencia cultural británica. Su curiosidad intelectual lo abarcaba todo, pero el compromiso primordial de ese espíritu incansable fue siempre la Filosofía, donde toda su efervescencia intelectual comparecía para anteponer la dimensión cultural al materialismo histórico y la defensa del lenguaje como fermento de los siglos ante los intentos de volverlo instrumento privilegiado de la revolución. Conservador incómodo, Scruton enfrentó con gallardía su exilio de los claustros universitarios y las tergiversaciones cobardes de los medios empeñados en retratarlo como racista (sí, te estoy hablando a ti, George Eaton). Hasta el último suspiro repudió la tristeza, la fealdad y el resentimiento y murió bebiendo del santo grial reservado a los valientes expedicionarios del conocimiento humano.
A pesar de todo, difiero de quien también fuera editor de The Salisbury Review. La valoración del cine que propone me parece simplista –también hay belleza en la sonrisa de Anna Karina, en la discreta vocación por la excentricidad de Jep Gambardella o en la nostálgica mirada de John Hammond clavada en el ámbar con el mosquito en Jurassic Park–,sus categorías estéticas un tanto apretadas y la prosa puntillosa algo acartonada. En ocasiones, los brochazos del polemista oscurecen las pinceladas del especialista en Estética. Otras omisiones son imperdonables: por más que rebusco en los pliegues del saco tweed no encuentro granos de sal mediterránea, no hay suficiente arte barroco en su pinacoteca y las cruces de términos brillan por su ausencia en su finca de Bath. En todo caso, su defensa de Richard Wagner es más honesta que las piruetas de los revolucionarios jet-set Mouffe y Laclau para justificar el populismo y encuentro más coherencia en la defensa de la arquitectura de este hijo de un modesto profesor laborista que en la destrucción de los soixante-huitards privilegiados. En un océano atestado de obsesivos monotemáticos, enciclopedistas estériles e impotentes coleccionistas de fechas es preferible el ensayista que volvía de la cacería y lo mismo extendía sobre la mesa pieles de zorro que descubrimientos azarosos del idealismo alemán y que celebraba la espiritualidad ínsita en el vino o consagraba el erotismo como ritual. Dicho en un enunciado: las profundidades abisales del celacanto Scruton me parecen más acogedoras que las corrientes mayoritarias en donde suelen nadar Olaf Scholz, Marko Cortés, Armin Laschet o Andrés Manuel López Obrador.