…Y allí, bajo un cielo de tormenta, […] la ruina, la ruina total, la ruina ilimitada.
-Mircea Cărtărescu
Hace unos meses, en “redes sociales” circuló el video de una mujer, enfundada en overol y montada en un andamio, retocando unos viejos murales en la capilla mexicana de la antigua hacienda de Arroyozarco. Muy puesta en su papel, la autodenominada “artista visual y tatuadora” modernizaba la ruina con la determinación de quien presta un favor a la comunidad. No tiene dudas ni titubea: el acrílico cierra los poros de la pátina, el arcaísmo sucumbe a la idolatría del mañana, el ácido del presente se ceba con las vetas del desdoro. Convencida del tamaño de la proeza, la mujer se grabó con su teléfono celular para inmortalizarse en Instagram. Gracias a Javier Lara Bayón –quien escribió una espléndida monografía de Arroyozarco y lleva años denunciando la indolente destrucción del patrimonio de Aculco–, me enteré de que estas desventuras estéticas tenían un largo historial. Es probable que la protagonista de este nuevo capítulo de desprecio por el patrimonio cultural no tuviera malas intenciones; lo que llama la atención, en todo caso, es la inclinación natural a intervenir el vestigio sin consideración alguna; un encuentro que debería inspirar solemnidad y temor sacro, no suscita siquiera la prudencia más elemental. Tras una revisión hecha por trabajadores del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), se constató el daño y se suspendió la intervención no autorizada. Leo comentarios sobre el acontecimiento en Twitter. Una joya: “De ser una che [sic] pared descarapelada, ahora se ve mejor nos empeñamos tanto en proteger los vestigios de una época que ya pasó y nos empeñamos tanto en destruir al futuro de nuestra sociedad”. Otra: “Cómo si la pintura esa fuera la octava maravilla. Estaba bien culera desde el principio. El que sea una antigüedad no quiere decir que sea una obra de arte”. Horroriza la familiaridad con un mundo enceguecido por el brillo artificial, ensordecido por la estridencia de centro comercial, amparado por rascacielos. Y, detrás de las muestras de desprecio por la capilla, asoma el sentido común del siglo: un espantajo descarnado que aplaude sin complejos la destrucción. Me cuesta trabajo imaginar la fealdad del páramo en el que vive esta gente (y el que le desean a los demás) y prefiero no pensar lo que hubieran hecho cuando tocaba defender las ruinas de Palmira durante el feroz asedio del Estado Islámico, cuando los terroristas exigían cabezas para descargar en ellas una venganza iconoclasta y el arqueólogo Khaled al Assad decidió quedarse en la ciudad para esconder decenas de artefactos, pagando el atrevimiento decapitado y colgado por las muñecas de una columna romana.
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Empiezo por Arroyozarco para hablar de Mircea Cărtărescu porque me parece que sus libros están escritos con el mismo material de la capilla. El mundo del escritor rumano es el de las ruinas cotidianas (hospitales, iglesias, internados, escuelas, ciudades), sólo que transfigurado por una pluma surrealista, que lo mismo echa mano de mariposas muertas, retazos de fotografías o cuadros genealógicos, que rima versos lejanos con personajes mitológicos, para edificar un templo a la nostalgia. Y eso ya es decir, porque en Rumanía es costumbre celebrar capiteles derruidos y columnas devoradas por maleza. El teórico de las religiones, Mircea Eliade, por ejemplo, consignaba el 4 de enero de 1943, en sus diarios portugueses: “Todo me parece inútil y absurdo si un mundo nuevo va a nacer a costa de la desaparición de Rumania como Estado y como nación. No me interesa ningún paraíso terrestre (en el que desde luego no creo) si tiene que crearse con el sacrificio de mi nación”. Y Mihai Eminescu añade otras vetas melancólicas: “Se ha perdido todo en el horizonte/ de la juventud/ Y muda es la dulce boca de otros tiempo, /El tiempo crece a mis espaldas…/ me ensombrezco”. Más que disposición pesimista o exotismo pintoresco, la “nostalgia rumana” es una convicción sobre la insignificancia del ser humano ante el peso de los siglos (“Ningún mártir podrá lo que un siglo en la brisa o un periplo de hormigas llevándose los granos uno a uno”, Gerardo Deniz dixit). Cărtărescu condesa esta certeza en una declaración de principios: “A veces pienso que ser rumano significa ser pastor de las ruinas, arquitecto de las ruinas, amante de las ruinas”. Es la ruina ya no como fondo de novelas, sino como personaje, el personaje de todo tipo de lances imaginativos. En uno de sus ensayos más entrañables, el escritor recuerda la isla de Ada Kaleh, sacrificada en nombre del progreso socialista: “Con el chasquido de los dedos de un futuro tirano, uno de los lugares más bellos de la tierra fue arrasado como si no hubiera existido nunca”. Durante mucho tiempo, relata Cărtărescu, los que se quedaron en Nueva Orșova se reunían en la orilla del Danubio durante las noches de luna llena, para mirar, a través del agua la mezquita, el palacio de Ali Kadri, la fábrica musulmana y las tiendas de dulces. Aquí y allá asoman pedazos del paraíso cotidiano arrasado por los ingenieros sociales. En su camino diario hacia la facultad, el Cărtărescu estudiante contemplaba excavadoras cargadas de santos, aureolas, alas destruidas y Juicios Finales conducidos hacia un montón de escombros. “Vi cómo la colina más bella del centro de la ciudad fue arrasada como Hiroshima, y cómo ni siquiera un domo al dolor quedó en pie a modo de testimonio”.

La ciudad que resulta de estas exploraciones es un santuario misterioso, que puede recorrerse con la misma sensibilidad con que se visitaría el espectáculo de las cruces celtas enmohecidas en Glendalough o el testimonio del horror que es Oradour-sur-Glane. Porque se trata de una literatura que, para empezar, suena y tiene colores, olores y sabores –las antenas de cucarachas gigantes rozándose entre sí o el crujido de muebles viejos; los escaparates ornados con estrellas de papel plateadas o las bombillas rodeadas de polillas moribundas; la luz dorada-rojiza volcándose en el dormitorio o la ventana empañada por flores de escarcha–, y después aparece todo lo demás: crisálidas, grillos topo, fragmentos de cuentos georgianos, los enigmas de Franz Kafka y, de pronto, un Cristo de Mantegna emergiendo victorioso de los escombros… Con sensibilidad de anticuario, el escritor va desenterrando la Bucarest de sus recuerdos, evitando la remodelación obtusa o la seducción de lo kitsch: no pretende construir el plató con turistas, paloselfis y suvenires chinos –como el prostibulario del Callejón de Oro en Praga, la Disneylandia multicultural en Kreuzberg o el báratro new age de Tulum–, sino recuperar, aunque sea por unas líneas, el lugar “fantasmal y brumoso” de la niñez. En “Mi Bucarest”, el doctor en literatura rumana contempla, a través de un globo ámbar, la buhardilla en Domnița Bălașa donde redactó sus primeros textos, el balcón de hierro con inflorescencias Jugendstil y mascarones trenzados entre sí; buitres con alas extendidas y grifones con columnas vertebrales nudosas; los ángeles de escayola, mancos, decapitados, con alas amarilleadas y las doncellas de yeso con los cabellos cayendo en cascada sobre muros rotos…

Pero también aparecen, bajo un prisma de gotas de lluvia, un caleidoscopio de atmósferas poscomunistas –los neones de las tiendas, el brillo de las autopistas monumentales, el resplandor de las piscinas populares, los gélidos pasillos de la Casa Scânteii– y un caudal irrefrenable de nombres míticos –Mihai Viteazul, Ștefan cel Mare, Athénée Palace–. Son evocaciones que, desde México, pueden decir poco, pero resultan entrañables porque no hace falta estar en Bucarest para aquilatar el peso de los fragmentos del pasado. Apenas se recupera del asombro el lector, aparece el lado menos luminoso de la ciudad: el piso de cemento de la casa de habitaciones de alquiler, en el que proxenetas, ladrones, prostitutas y mendigos se suceden como milagros de Caravaggio o los terrenos agrícolas sembrados con casuchas de tejados de hojalata y cartón embreado. Con luces y sombras, en Solenoide, Cărtărescu propone imaginar una Bucarest que nació “ya en ruinas, derruida, con el revoque desconchado y las narices de las gorgona de estuco rotas, con los cables eléctricos suspendidos sobre las calles formando manojos melancólicos, con una arquitectura industrial fabulosamente variada. […] El arquitecto genial había proyectado calles sinuosas, canales hundidos, palacetes torcidos invadidos por la maleza, casas con fachadas completamente desmoronadas, escuelas impracticables, centros comerciales de siete pisos, esbeltos y espectrales. […] proyectada como un gran museo al aire libre, el museo de la melancolía y de la ruina de todas las cosas”. Suena el reloj, el cielo se enrojece, cae el último grano de arena de la clepsidra…
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Junichiro Tanizaki confesaba en Elogio de la sombra que a los orientales no les gustaba bruñir la platería, para ver cómo la superficie de estos objetos dejaba de resplandecer, cómo el tiempo se posaba en ellos, dándoles una pátina seductora. El italiano Roberto Peregalli le responde, décadas más tarde, en otro texto: “La decadencia forma parte del ser. Todo decae, se derrumba, se rompe. Pero esta decadencia es un fragmento de nosotros. Una luz intermitente, porque una bombilla parpadea, un faro que permanece apagado, vuelve poéticos los lugares que en principio son inhóspitos. La naturaleza, entonces, o lo que queda de ella, hace su parte. Las malezas que crecen entre los muros, los pequeños arbustos que crecen cerca de un monumento en los intersticios del suelo dotan a los edificios normalmente feos, o a las ruinas hermosas pero asépticas, de un aura mítica. Un lugar no está hecho sólo de líneas o geometrías, sino de un conjunto de cosas que lo hacen mágico”. La emoción debe contenerse; a pesar de los siglos que destila, la ruina es pérdida irreparable al mismo tiempo que tesoro invaluable: las cicatrices denuncian una naturaleza humana, que conserva y destruye por igual. Con todo, para brindar por la fugacidad de una ermita asfixiada por liquen, el acorde prolongado de frescos descarapelados y la jerarquía doliente de torsos de mármol, quedarán por un tiempo las páginas de Cărtărescu hasta que, amarilleadas, también empiecen a disolverse.