En una de sus obras hagiográficas, no recuerdo cuál, Chesterton dice que el santo es un antídoto contra las tendencias más nocivas de cada época. De seguro este escritor inglés nos mira desde el cielo con una sonrisa en la cara, pues hay pocos remedios tan poderosos contra los venenos contemporáneos como su maravillosa obra. Y de estos venenos hay muchos, escoge el que gustes. Está, por ejemplo, ese veneno que le niega el derecho a vivir a los más débiles e indefensos, a aquellos considerados inútiles o improductivos; contra ese veneno sugiero Eugenesia y otros males. Contra los venenos gemelos del individualismo capitalista y el colectivismo marxista, recomiendo El esbozo de la sanidad o Utopía de usureros. Contra el disparate de negar las diferencias entre los sexos puedes echarle un ojo a Lo que está mal en el mundo. Finalmente, contra el nihilismo desesperanzado que resulta de estas ponzoñas, nada mejor que Manalive. En el fondo, estas ideas son el fruto podrido del árbol envenenado de la actualidad: el subjetivismo. El subjetivismo radical de la posmodernidad niega la realidad y enaltece las preferencias individuales. Pero quizá convenga ahora cambiar la metáfora del veneno, ya que hablamos simple y llanamente de locura. Pues, ¿qué es la locura sino rechazar lo objetivo en aras de lo meramente subjetivo? Usando el ejemplo clásico del mismo Chesterton: el hombre que cree que es Napoleón termina en el manicomio porque cree más en sí mismo que en la realidad. No es que su convicción sea reprobable en sí o que carezca de intensidad, algo loable en otras circunstancias; al contrario, encerramos al loco porque su convicción es tan profunda e intensa que lo ha divorciado de la objetividad. No es coincidencia, pues, que Chesterton comience Ortodoxia, su obra más conocida, con una descripción de la locura. Para Chesterton, el loco es aquel que reduce la realidad a un esquema que le cabe fácilmente en la cabeza. Pero la realidad es más grande que cualquier idea preconcebida que se nos pueda ocurrir y al intentar forzar una idea así en el limitado espacio de nuestras mentes, es la cabeza la que acaba partiéndose en pedazos. Chesterton dice de la realidad lo que San Agustín dice de Dios: si comprehendes, non est Deus (si lo entiendes, no es Dios).

Todavía hay algo más detrás de todo esto. Al intentar reducir la realidad, lo que hacemos es negarnos a aceptarla tal como es. Y la única razón para rechazarla o intentar moldearla a nuestro antojo es porque no se le considera buena. Aun aquellos que no caen en el maniqueísmo de considerar la realidad como algo malo la ven, a lo mucho, como algo indiferente, es decir, sin valor, neutro, inerte. En Herejes, Chesterton ya había denunciado contundentemente esta idea perniciosa e incorrecta, o, para usar el término más apropiado, esta herejía. Y si esa forma de comprender el mundo es una herejía, ¿cuál es la idea ortodoxa, es decir, la recta creencia que nos propone? Resulta que es aquella que Borges despectivamente denominó “un conjunto de imaginaciones hebreas, supeditadas a Platón y Aristóteles”, el cristianismo. Aunque Borges lo decía en tono de burla, no estaba tan equivocado: se equivoca en el sentido de reducir la visión del mundo de Chesterton a extravagancias hebreas o especulaciones griegas; acierta porque paradójicamente el cristianismo contiene lo que hay de verdad en ambas. La esencia de esta imaginación hebrea —en el sentido de imagen que el pueblo judío tiene del universo— la encontramos en el Génesis en un versículo corto pero de relevancia cósmica. Este versículo resume el pensamiento de Chesterton y es la llave que nos permite entender su obra: “Dios miró lo que había hecho y vio que era bueno.” Y si podemos incluir a Platón y Aristóteles entre los pensadores que comparten esta visión chestertoniana de la vida, es porque para ambos, maestro y discípulo, el Ser y el Bien son intercambiables: todo lo que existe, por el simple hecho de existir, es bueno. Puesto que Borges permaneció escéptico ante tales especulaciones, nunca pudo pasar (tristemente, podríamos agregar) de la melancolía del paganismo a la exuberante alegría del cristianismo. Aunque reconocía e incluso admiraba dicha alegría, nunca la pudo compartir. Borges permanece, como dice Chesterton de aquellos que rechazan la ortodoxia, dentro de un universo que es a la vez vasto y diminuto; un universo que, a pesar de su inmensidad, tiene carácter de jaula. Como dice una conocida banda norteña: “aunque la jaula sea de oro, no deja de ser prisión.”

Chesterton, a diferencia de Borges, vivía en un universo que le daba cabida tanto a su enorme corpulencia como a sus ideas que ahora nos parecen una locura, a pesar de ser perfectamente normales. Para él, el mundo no es una cárcel sino un cuento de hadas. Y esto no es infantilismo, ingenuidad, sino la expresión literaria de lo que los filósofos llaman contingencia. En el lenguaje de los especuladores metafísicos: el mundo es, pero pudo no haber sido. Su existencia, su forma de ser, no es necesaria; por lo tanto, se debe a algo más, es contingente. Y ese algo es (con el perdón de Borges, que ya salió muy vapuleado por la ironía de esta reseña) lo que los griegos en sus especulaciones y los hebreos en sus imaginaciones llamaron Dios. Pero ¿no es maravilloso que el mundo pudo no haber sido y, sin embargo, es? ¿No es algo sorprendente que el pasto sea verde, cuando bien pudo haber sido rojo, café, azul o negro, o simplemente pudo no haber pasto en las praderas y jardines? Si la existencia es contingente, es algo que nos fue dado. ¿No deberíamos, pues, estar agradecidos y regocijarnos por el simple hecho de que sea? Y la pregunta más importante, básica y vital: ¿qué consecuencias concretas podemos extraer de un universo concebido así? Para empezar a descubrir estas consecuencias es necesario leer a Chesterton, su apologética, sus cuentos, novelas, ensayos, críticas literarias, su poesía. Y Ortodoxia es un buen lugar para empezar.